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Europa vuelve a señalar el camino hacia la sostenibilidad con la aprobación de la directiva sobre diligencia debida de las empresas, que afectará, a partir de 2027, a las compañías con más de 1.000 profesionales en plantilla y una facturación superior a los 450 millones. La cuenta atrás ya ha empezado.

“Sin ESG no habrá competitividad”. Ese es el mensaje que durante años ha calado sobre estos criterios y su despliegue. Se fundamenta en que la ESG la demandan los consumidores y accionistas y la exigen los reguladores. Pero el paso de los años y, por tanto, el paso de la teoría a la práctica deja un rastro económico debatible. ¿Es efectivamente la ESG una palanca para la competitividad de las empresas y, en última instancia, de los países, o todo lo contrario? Y si algo falla, ¿qué es?

El 1 de enero de 2025 arranca un trienio trascendental para el despliegue de las nuevas normas de la ESG. El grueso de los calendarios regulatorios está en revisión (siendo el de las emisiones el de mayor impacto) mientras el flanco de la S, hasta ahora en un plano subyugado a la E y la G, pide paso.

Todo señala un camino difícil: estamos ante un complejo cambio cultural y frente a una transformación inédita en la gestión, que afecta a las organizaciones en su totalidad y se extenderá a la cadena de suministro. Y a pesar de las prórrogas de los legisladores, el plazo para adaptarse será muy corto en términos empresariales.